PRIMER CAPÍTULO DE JUNTOS SOMOS
INVENCIBLES
1
Neutron star collision
Salir
del Madison Square Garden a estas horas después de un concierto, y encontrar un
taxi, debería estar considerado como deporte olímpico. Ya no circulan autobuses
y no me apetece caminar treinta calles hasta mi casa, pero reconozco que pueden
pasar horas hasta que se obre el milagro de encontrar un taxi libre.
Cora me he dejado tirada por el tío de metro noventa y
cinco y coleta que teníamos justo detrás. Se han pasado todo el concierto con
miraditas, roces y tonteo a lo loco. No es la primera ver que me pasa esto con
mi prima, así que salgo resignada (y muerta de envidia) del recinto.
Cora tiene esa facilidad, da asco. Como un tío se le
ponga a tiro, ya no tiene escapatoria. Y como ella no suele dejar pasar la
oportunidad de demostrarse que es la reina del mundo, pues se olvida de que no
ha venido sola al concierto. En fin, la historia de mi vida. A ver ahora cómo
consigo esquivar a esta panda de adolescentes y quedarme con uno de los
primeros taxis que se atrevan a acercarse por aquí.
La cantidad de prepúberes que había en el concierto es
alucinante. ¿Por qué, dios mío, tuvo que meter Muse una canción en todas las
bandas sonoras de las doscientas partes de Crepúsculo? ¿Por qué
tiene que volverme loca el mismo grupo que a todos los adolescentes de América?
Argggggg.
La odisea para llegar aquí empezó ya hace meses, con
el intento de lograr conseguir dos entradas y no dejarme el sueldo del año en
el intento. A las dos horas de salir a la venta ya no quedaban localidades
libres y el precio de reventa se disparó hasta la luna. Menos mal que mi
hermano Kevin tiene una suerte loca (y unos contactos de lo más oscuro, todo
hay que decirlo) y, sin saber muy bien cómo, se hizo con dos entradas en tiempo
récord. Eso sí, previo pago de 235 dólares por cada una.
Creo que es mejor no optar por los taxis de esta zona,
así que decido alejarme un poco del barullo que rodea el Madison Square Garden,
bajando por la Octava Avenida en dirección a mi casa. Vivo en Bleecker Street,
en un apartamento genial que conseguí gracias a mi amiga Martina, que me
recomendó antes de que ella lo dejara para irse de la ciudad. Yo no me puedo
permitir los precios del Greenwich Village, por eso comparto el piso con otra
persona, una misteriosa presencia llamada Diana.
A dos calles del recinto del concierto ya se respira
mejor. Hay gente que ha tenido la misma idea que yo, pero nada comparado con la
pesadilla de los aledaños del Madison… veo varias parejas y algún grupo a la
caza de los escasísimos taxis que pasan. Hay a quien le sonríe la fortuna y
consiguen hacerse con alguno de los pocos que pasa cerca y, además, va libre.
En un momento dado, estoy casi a punto de quedarme con
uno, pero un intimidante tipo con aspecto de fumador de crack con mono de su
dosis diaria y cara de querer matarme, me hace desistir de quedarme con el
vehículo, y se lo cedo con cara de no haber roto un plato cuando se acerca a mí
tambaleante.
El tiempo pasa y mi esperanza cada vez es menor.
Mientras espero por un milagro, compruebo los correos electrónicos que me han
llegado. Esto es lo que tiene convertirse en empresaria, que estás pendiente
del teléfono a todas horas.
Hace dos meses que me volví loca por completo y dejé
mi trabajo de toda la vida en Coleman and Asociated Publishing para montar mi
propia empresa. Siempre se me ha dado bien la programación y sentía que podía
dar mucho más de mí que trabajando en el departamento de sistemas de una
conocida editorial. Mi hermano pequeño y su amigo armenio me convencieron para
que me uniera a ellos en su disparatada idea de montar una pequeña empresa
informática y yo, que fui pillada en uno de esos días en los que estaba
dispuesta a escuchar cualquier cosa por ridícula que fuera y, más aún, darle la
posibilidad de pensar en ella con interés, me vi, de la noche a la mañana,
pidiendo mi finiquito en Coleman and Asociated Publishing e invirtiendo mis
ahorros en la descabellada empresa de mi hermano y el friki de Narek, que solo
tienen 18 años.
Y aquí estoy yo, haciendo de comercial, programadora,
señora de la limpieza y, muchas más veces de las que me gustaría, niñera de dos
chavales con muchos pájaros en la cabeza.
Sí, todo lo que me pase en mi vida laboral de ahora en
adelante me lo habré merecido con creces por abandonar un puesto estable y
seguro, rodeada de gente agradable y mis amigas del alma, por un destartalado
almacén en la Décima, con tres ordenadores y una mesa de reuniones que se cae a
cachos.
Además de dos correos sin leer de posibles clientes
que me citan para la semana siguiente, veo que tengo tres llamadas perdidas de
mi madre. ¿Tres llamadas? A estas horas no puede significar nada bueno. No sé
si asustarme y devolverle las llamadas o asustarme y no querer saber de qué va
la cosa.
Desconsolada, muerta de frío y ya con la idea de
caminar las treinta calles hasta mi casa, veo que un taxi aparcado a mi
derecha acaba de arrancar. Corro como si la vida me fuera en ello y
me lanzo de cabeza a su interior, sin importarme nada.
¡Sí, señores! ¡Touchdown!, nadie me va a quitar
este taxi como que me llamo Miriam Alexandra Blake.
—Perdone, señorita, pero no estoy de servicio —una voz
enfadada y con acento irlandés sale del asiento del conductor.
¿QUÉ? ¡No! No, ni de coña, vamos. De aquí no me bajan
ni los antidisturbios. No voy a conseguir otro taxi y estoy agotada. El
concierto me ha dejado sin fuerzas para nada y sólo quiero llegar a casa,
quitarme la ropa y dormir trece o catorce horas.
—Por favor… —intento la táctica de dar pena.
—Lo siento, ahora mismo está usted dentro de un coche
particular. Bájese, por favor.
No puede ser… el único taxi que se vislumbra en varias
manzanas a la redonda, y que no está siendo rodeado con fervor por hordas de
adolescentes desquiciados, y tiene que pasarme esto.
A través del cristal que separa la parte delantera del
vehículo y la trasera, intento que el conductor me mire para seguir con mi plan
de darle pena… se me da fenomenal poner ojitos y hacer pucheros… con mi padre
siempre funciona.
—Por favor, por favor, por favor… necesito llegar a mi
casa. No me tengo en pie y los taxis hoy están más demandados que nunca… tenga
compasión.
El taxista ni siquiera se gira, está mirando algo en
su teléfono móvil, pero se ve que va perdiendo la paciencia poco a poco.
—¿No me he explicado bien? —dice con más cabreo aún en
la voz, girándose por fin— Esto no es un taxi porque no estoy de servicio.
—Un taxista dentro de su propio taxi siempre
debería estar de servicio.
Su rostro pasa del enfado a la ira total en un par de
segundos. Sí, me he pasado con el comentario, así soy yo. Me cuesta mucho tomar
decisiones, pero una vez que las tomo, nadie me baja del carro (o del taxi, en
este caso). Entre la penumbra puedo distinguir que no es mayor, rondará los
treinta y pocos, y que sería guapo si no fuera por ese rictus de amargura que
le tiñe el rostro por culpa de mi obcecación a bajarme de su coche.
—Lo siento, de verdad… no quería decir que tuvieras la
obligación de ser taxista las 24 horas… pero necesito, por favor, que me
lleves. Mira qué hora es…
—Mi turno empieza a las seis de la mañana y apenas me
quedan un puñado de horas para dormir. No estoy para jueguecitos. Bájese de una
vez —me pide rascándose la cabeza por debajo del gorro de lana que la cubre.
—Te pagaré. Súmale diez dólares a la carrera ¡o
quince! —hala, a lo loco.
Me mira un instante largo en el que sopesa mi grado de
locura. Sé que le estoy haciendo una faena gorda, que el hombre tendrá una
casa, una familia, una vida y que yo le estoy retrasando de ir a cumplir con
esa familia y esa vida. Pero… ¿por qué no me entiende él a mí? No soy capaz de
bajarme del coche, como si bajarme significara perder mis derechos sobre él,
como si hubiera participado en la carrera de Oklahoma y claudicar significara
perder mis tierras de labranza.
—Vivo en Bleecker… a estas horas no hay tráfico, no
tardarás ni diez minutos… —le digo suplicando. Sí, ya estoy en ese momento, ya
he empezado a perder mi dignidad. Sólo me falta ponerme de rodillas para
rematarme.
—No estoy de humor, de verdad…
—Lo sé, se te ve a disgusto. Yo también lo estaría si
una loca se hubiera colado en mi taxi y me estuviera haciendo chantaje
emocional para que la llevara… pero es que, de verdad, eres mi única
esperanza. Mi prima me ha dejado tirada por un macizorro en medio del concierto
y yo… yo no quiero volver sola a casa andando. Es tarde, estoy cansada y no
creo que sea seguro ir caminando… por favor…
Refunfuña un poco más pero creo que con mi último
alegato lo he convencido. Habla como para sí mismo, como si se debatiera entre
ayudarme o echarme de su taxi de una patada.
—Perdona ¿has dicho algo? —soy de natural cotilla, no
puedo evitarlo.
Me vuelve a mirar incrédulo, como si no lograra
entender por qué no desaparezco de su vista de una vez.
—Sí, decía que los del concierto no hacéis más que
crear problemas. Mira dónde he tenido que aparcar por culpa de esos niñatos que
lo han invadido todo desde media tarde…
Vaya, no le gusta la música. O no le gusta Muse. O no
le gusta la gente, así, en general.
—Verás, el concierto ha estado genial… si que es
cierto que genera ciertas molestias, pero ha sido una pasada.
—Una grupie, lo que me faltaba. Por
vuestra culpa se está perdiendo la esencia de tantas cosas… este antes era un
grupo respetable, ahora sólo congrega a chavalas locas por los vampiros y críos
que ni entienden de música ni nada. Sólo vienen porque el grupo es 'guay' y
'mola'.
Pues pensamos casi igual, pero cualquiera le saca de
su error. Está que echa humo… creo que, ahora sí, me va a sacar a patadas del
asiento trasero de su coche.
—Mira… yo creo que tienes razón… menuda panda de…
Mi móvil se pone a sonar sobresaltándonos. Vaya, ahora
que casi lo tenía convencido… miro la pantalla y veo que es mi madre. Su cuarta
llamada y todas pasada la medianoche. Espero que no haya ocurrido nada grave
mientras estaba desgañitándome con las guitarras de mi grupo favorito.
—Perdona… tengo que coger esto. Parece importante —le
digo dejándole con cara de circunstancias.
Me acomodo en el asiento de atrás y le doy a responder
la llamada. Si este señor quiere irse a su casa, tendrá que llevarme con él,
porque aunque tenga una llamada que atender, mi necesidad de un taxi no ha
desaparecido.
—¡Mamá! ¿Ha pasado algo? Es muy tarde…
—¡Hija!, por fin te localizo… hay que ver cómo me has
tenido toda la noche…
—Estaba en el concierto, con Cora… ya te lo dije. ¿Ha
pasado algo?
—Ya sé que estabais en el concierto, pero mira qué
horas de salir son estas… con la de cosas que tengo que contarte.
¿Contarme cosas? ¿Casi a la una de la madrugada mi madre
quiere tener una charla casual? En circunstancias normales la mandaría al
cuerno (con sutileza, que no deja de ser mi madre) pero ahora mismo me viene
muy bien que me tenga al teléfono, para alargar más mi toma del taxi y, así,
convencer a este señor para que me lleve a mi casa.
—Dime… mamá… cuéntame…
Sé que mi madre ahora se habrá puesto alerta. Seguro
que estaba esperando una bordería de mi parte y, sin embargo, la invito a que
se explaye y me cuente las tonterías que, seguro, tiene pensado contarme a estas
horas de la noche.
—¿Va todo bien, cariño? —Pregunta inquieta.
—Señorita… de verdad… —sigue insistiendo el taxista.
—¿Qué ha sido eso? ¿Estás acompañada?
—No, mamá, de verdad que estoy bien. Dime lo que
quieras… estoy en el taxi de camino a casa. No veas cómo estaba para coger uno,
pero he logrado dar con uno con un conductor simpatiquísimo. ¿Te imaginas lo
que sería caminar yo sola a estas horas hasta mi casa?
¡Touché! El conductor, huraño y aún
refunfuñando por lo bajo, pone en marcha el vehículo. ¡Creo que lo he logrado!
—Recuerde, Bleecker Street, el número 87. Gracias
—digo poniendo voz de persona super educada y agradable, para, a continuación,
bajarla casi al nivel del susurro para volver con mi madre— Mamá… ¿qué coño
quieres a estas horas?
—Hija… ¡qué voluble eres! —se queja, pero, enseguida,
va a su rollo, que no se va a quedar con las ganas de contarme aquello por lo
que ha decidido llamarme sin importarle la hora que marcara el reloj— Solo
quería saber si vendrás mañana a comer.
¿Qué? ¿En serio?
—Mamá, no me he perdido ni una comida en tu casa en
domingo desde que nací… ¿qué estás tramando?
—¡Nada! ¿Por quién me tomas?
—Te tomo por la mayor lianta del estado de Nueva York.
No bromeo, mi madre es de libro Guinness de los
Récords en idear estratagemas para liar a la gente a su alrededor. No sé qué
puede estar tramando a estas horas, pero no puede ser nada bueno. Supongo que
tiene que ver con emparejarme con alguno que le haya entrado por el ojo esta
semana. Es su deporte favorito. Suspiro y me hago a la idea de que, hasta que
no se lo saque todo, no me dejará tranquila.
—Solo me preocupo por ti, ya lo sabes. Quiero que
vengas y que disfrutes de una buena comida de domingo. Además, vendrán los
Connor a tomar café.
—¿Los Connor? Pensaba que no te hablabas con Lucinda.
—Ahora sí nos hablamos —afirma con satisfacción en la
voz —¿Sabes que Tessa se está divorciando?
—Mamá…
—¿Qué? Si tengo que volver a soportar a la horrible
Lucinda Connor por saber de primera mano cómo va el divorcio de su hija con el
cirujano, pues hago de tripas corazón, y me sacrifico. Además, creí que te
interesaría, Tessa siempre ha sido tu gran némesis, y después de ganarte por
goleada con la boda del siglo… ahora puedes regodearte en su desgracia.
—Mamá, ¿por qué iba a regodearme en la desgracia de
Tessa Connor? Hace años que ni siquiera pienso en ella.
Bueno, igual no es del todo cierto y un poquito sí que
pienso en ella a veces y, sí, también creo que me regodearé un poquito en su
matrimonio fallido con el súper cirujano con ático en la Quinta Avenida y casa
de veraneo en los Hamptons.
Tessa Connor fue mi mejor amiga desde el Jardín de
Infancia. Inseparables para todo, no había cosa que no hiciéramos juntas.
Nuestros primeros años pasaron ajenos a la creciente rivalidad de nuestras
madres que, entonces, no sabíamos que nos utilizaban para quedar una por
encima de la otra continuamente.
Hasta los quince años, Tessa y yo pasamos de puntillas
por las tonterías que mantenían a su madre y a la mía enfrascadas en disputas
absurdas. Hasta que, una día, apareció él. André Friedman, un estudiante
húngaro de intercambio que nos separó irremediablemente y nos convirtió en
archienemigas y rivales, como ya lo eran nuestras madres.
Yo vi primero a André y de verdad que quedé
hipnotizada por sus ojos gitanos y ese porte chulesco que no se veía mucho por
el instituto de Staten Island en el que estudiábamos. Fue amor a primera vista
y hasta me olvidé del único que había ocupado mis pensamientos hasta la fecha:
Jeremy Connor, el hermano mayor de Tessa.
Corrí a decírselo a mi mejor amiga que, quince minutos
después, se estaba haciendo amiga suya para presentármelo y mover ficha con el
húngaro.
No podía estar más agradecida a mi amiga del alma. Al
menos hasta que, dos días después, les pillé besándose detrás de las gradas del
campo de fútbol del colegio.
La devastación interior fue tal que juré aborrecerla
por siempre jamás. Lo peor es que perdí también mi oportunidad con André, y
borré de un plumazo la posibilidad de ver a diario a Jeremy en su propia casa,
cuando iba con Tessa a hacer los deberes o, en los días de calor, a tomar una
limonada junto a la piscina.
Jeremy Connor. Mi gran amor de adolescencia. Madre
mía, lo que ha llovido desde que me dormía soñando mil vidas perfectas a su
lado, soñando con sus labios en los míos. Soñando que se fijaba en mí. Y se
fijó… se fijó en su último año de instituto. Qué recuerdos.
—Mamá, en serio. ¿Para esto me has llamado? Podías
haberme pillado dormida.
—Sabía que estabas en el concierto con tu prima.
Además, tengo más cosas que contarte.
—Sorpréndeme.
—He estado leyendo en Internet un artículo
interesantísimo —me dice con el entusiasmo de una niña en la voz—. Se trata de
una agencia absolutamente maravillosa que organiza multitud de
eventos para solteros como cruceros o citas rápidas de esas que en una noche
charlas y conoces a diez hombres diferentes… ¡Diez! Entre diez alguno podría
ser el adecuado, cariño.
—¡Mamá!
—¿Qué? —pregunta con inocencia, como si no entendiera
que no saltara de emoción al conocer sus fantásticas novedades.
Mi madre es demasiado prototípica, lo sé, pero no
puedo cambiarla por otra, así que solo te queda acostumbrarte a sus
excentricidades, a que se meta en tu vida privada a todas horas, a que dedique
su tiempo libre a buscarte novio y a criticar todo lo que haces y no se ajusta
a sus estándares morales.
—No necesito que me ayudes a encontrar novio —le
espeto subiendo la voz y haciendo que mi huraño taxista mire por el espejo
retrovisor en mi dirección.
—Claro que no, mi vida, tú eres una persona estupenda
y, además, preciosa. No necesitas mi ayuda, pero no está de más que te quedes
con alguna de las sugerencias que te hago de vez en cuando… verás, sé de lo que
hablo.
—No, mamá, no tienes ni idea de lo que hablas. No
sabes nada porque ni siquiera sabes si quiero un novio ahora mismo.
Se queda muda por un momento. No se esperaba eso y se
ha quedado absolutamente descolocada. Me regodeo en ese sentimiento y lo
disfruto, por poco que dure.
—¿Quién no querría un novio, hija? O una novia, que me
da igual… si encontraras a alguien como Judy… pues yo encantada.
—Mamá, yo no quiero una Judy en mi vida.
—Claro que no, hija. El homosexual es tu hermano.
—¡Mamá! ¡Kevin no es homosexual! Deja el tema en paz
que un día se va a cabrear y vais acabar mal.
—A tu hermano le he pasado yo el gen, que se lo noto.
Sí, igual él aún no se ha dado cuenta, pero estoy segura de que algún día nos
traerá a casa un chico estupendo.
No se puede tener una conversación normal con mi
madre. Lo he intentado muchas veces y siempre te sale con una de estas cosas
absurdas que se le meten en la cabeza, donde se convierten en verdades
oficiales. La última es que mi hermano Kevin es gay. No le he visto ni una sola
señal, sale con chicas, es un apasionado de los deportes brutos y nunca le he
visto hacer un comentario halagador hacia ningún otro hombre. Pero mi madre,
que sí es homosexual, dice que el gen es el gen y que una madre sabe cuando lo
pasa.
—Vale, mamá, lo que tú digas. Te tengo que dejar que estoy
llegando a casa.
—Espera, Miriam. Quería decirte, antes de que me
liaras con esa bobada de no que no sé si buscas novio, que te he apuntado a una
noche de citas rápidas el jueves que viene.
—¡¿Qué?! —no puede estar hablando en serio.
—Sí, ya verás qué divertido. Os he creado un perfil
precioso a Cora y a ti en www.quickdates.com y
os he apuntado para el jueves. Lo vais a pasar genial, ya verás…
¿Por qué, señor, por qué me ha tocado en suerte una madre
que no tiene suficiente con su trabajo de juez, su novia Judy, su ex marido
acomodado en el apartamento sobre el garaje y sus tres hijos con vidas
independientes y que no necesitan de su intervención para complicarse, aún más,
la existencia?
—Mamá, no pienso ir…
—Claro que sí, ya he pagado y no puedes hacerme perder
todo el dinero que he adelantado. Ya me lo agradecerás mañana.
Y, sin más, me cuelga. Sin dejarme rebatirle la
absurda idea de meterme en un bar lleno de hombres desesperados por pillar por
banda a una pardilla y llevársela a la cama.
Llena de frustración, lanzo el móvil a mi lado, en el
asiento de atrás del taxi y dejo escapar un sonoro suspiro que es imposible que
pase desapercibido para mi descontento chófer.
—No lance objetos con tanta fuerza, la tapicería no se
mantiene así si atentamos contra ella con saña.
¿En serio? Tengo una suerte loca con este taxista…
menos mal que estamos llegando a mi casa y no tendré que verlo nunca más.
Me llevo las manos a la cabeza para intentar quitarme
de la mente las tonterías que llevo escuchando en los últimos diez minutos y
cierro los ojos, recostada sobre el respaldo de mi asiento, para ver si todo
esto se pasa rápido y puedo llegar a mi casa y olvidarme de mi madre, del
taxista, de la traidora de mi prima Cora y de los millones de adolescentes que
llenaban el recinto del concierto y que no han parado de hacerse selfies a
mi alrededor, molestando con sus niñerías.
Poco antes de enfilar mi calle, el taxista pone la
radio (preferiría que subiera la calefacción, que hace un frío que pela) y
suena, casualmente Nuetron Star Collision de Muse.
Sonrío en mi sitio. Siempre me hace sentir bien la
música y más si es una canción que me pone de tan buen humor. Es muy adecuada,
además, porque con este hombre no he hecho más que colisionar… que los dioses
me perdonen, pero sé que le he hecho una buena faena. Empiezo a construir una
buena disculpa en mi mente cuando el taxi se para frente a mi edificio.
—Hemos llegado —anuncia girándose hacia mí.
—Muchas gracias. ¿Qué te doy?
—Nada. No estoy de servicio, ya se lo he dicho.
—¿Qué? No, no, no…
No puede hacerme esto. Bastante mal me siento por
haberle robado minutos de sueño, como para que ahora no me deje compensarlo con
una buena propina que añadir al coste de la carrera. No. Me niego.
—Por favor, señorita, baje del coche. Tengo ganas de
perderla de vista de una vez. Ya tiene lo que quería. Ya no corre peligro por
las calles de Manhattan —dice con la voz realmente cansada, como si de verdad
necesitara dejar de verme para siempre.
¿Qué hago? ¿Qué es lo correcto? ¿Lo dejo en paz y
permito se que se marche sin pagarle o insisto para que acepte una cantidad y
me ayude así a limpiar mi mala conciencia por haberle molestado? Tengo que
intentar, al menos, que me escuche.
—De verdad que siento las molestias. Debes dejarme
pagar. Es lo justo.
—No me fastidies más, por favor —dice tuteándome por
primera vez— ¿Es que me vas a llevar la contraria en todo lo que te diga? ¡Eres
un auténtico grano en el culo! ¿Y sabes por qué te puedo decir eso? Porque no
eres mi cliente y porque espero, de verdad que sí, que nunca lo seas.
Me quedo muda de asombro. ¡Me ha insultado! Yo solo
quiero compensarle la molestia y él ha sido rudo y desconsiderado. Ahora sí que
me cabreo y no tiene nada que ver con el ligero enfado que mi madre me ha
provocado minutos atrás.
—Eres un grosero y un borde. Yo sólo quiero
compensarte por haberme traído y eso sólo lo puedo hacer pagándote el viaje,
que es lo más justo. Eso sí, no esperes que te dé propina después de un
comportamiento tan poco profesional.
—¡Lo que me faltaba! ¿Yo un desagradable? ¿Quién te ha
traído hasta la misma puerta de tu casa? —se apea del coche y abre la puerta de
atrás, invitándome a salir —Venga, no tengo toda la noche. No me obligues a
sacarte por la fuerza.
Barajo la posibilidad de hacerme fuerte en el asiento
trasero de su taxi, pero este hombre es capaz de sacarme a rastras tal como
amenaza y no son horas de armar un escándalo.
Bajo despacio, sin quitarle los ojos de encima, con mi
mirada más pétrea y digna. No pienso dejar que piense que me ha intimidado con
sus amenazas de troglodita. Él frunce aún más el ceño al ver que no me doy
mucha prisa en hacerle caso, que me tomo mi tiempo en salir. Sus ojos comienzan
a echar chispas y sus labios se fruncen en un rictus de fastidio absoluto.
—No tengo toda la noche.
—Yo tampoco. Dime qué te debo.
—Venga, no seas pesada —dice cerrando la puerta cuando
ya me he bajado.
—Mira, tengo veintisiete dólares sueltos —le tiendo el
dinero tras rebuscarlo en mi cartera.
Mira mi mano, extendida delante de él, sujetando un
puñado de billetes arrugados, y luego me mira a mí. Creo que, definitivamente,
cree que estoy como una regadera. Y, probablemente, no le falte algo de razón.
Me fijo en él, por primera vez con detenimiento, es
más alto que yo, delgado, con ojos enormes y azules y unos labios muy bonitos.
Tiene la nariz clásica y recta y, aunque no le puedo ver todo el pelo, porque
lo lleva bajo un gorro de lana, se le intuye castaño y no muy largo.
Es un chico atractivo, aunque lo sería más si
sonriera, estoy segura. Esa expresión ceñuda y el morro arrugado no le
benefician en absoluto.
—¡Cógelo! —insisto.
—Eres una cabezota.
—Tú tampoco estás dando tu brazo a torcer. Venga, por
el esfuerzo y por aguantar a la loca que se ha colado en tu taxi. No tienes
pinta de ser mala persona y sé que te he causado molestias. Que estés de mal
humor ahora mismo no creo que te defina, y seguro que eres de lo más agradable.
Nunca llegaré a comprobarlo, pero al menos sé que pagué lo que te debía por una
carrera de taxi. ¡Cógelo!
Se queda alucinado y no sabe qué hace a continuación.
Se le ve orgulloso, y coger el dinero sería reconocer que le he ganado, que me
he salido dos veces con la mía. Pero también creo que es caballeroso, y sería
dejarme muy mal si se larga, sin más.
Me toma la mano, la abre y toma un billete de un
dólar. Se lo mete en el bolsillo y se va hacia el taxi.
Yo me quedo paralizada… eso no me lo esperaba. Ha
decidido dejar la batalla en tablas. Ha escogido la opción más honorable, la
que le hace sentirme bien sin adjudicarme toda la victoria.
Sin moverme un ápice, le oigo como abre la puerta del
vehículo y se mete dentro.
—Espero no tener que volver a verte en la vida, rubia.
Y diciendo esto, arranca y se va en la solitaria noche
de Manhattan.
Y vamos con el SORTEO DE SAN VALENTÍN:
Se sortea un ejemplar en papel de El mundo,contigo de Joana Arteaga y un ejemplar en papel de Mágicamente,tú de Marie Delacroix, ambos dedicados y con un marcapáginas de regalo.
Para participar tenéis que:
1/ Seguir al blog y dejar un comentario en esta entrada diciendo que participais.
El sorteo es nacional y se realizará el 14 de Marzo de 2016.
Muchas gracias por vuestra participación.